sábado, 26 de marzo de 2011

UN TIPO CON SUERTE



La historia comienza un 24 de marzo de 1944, cuando el 115º Escuadrón aéreo de la RAF se dirigía a Berlín para llevar a cabo una misión de bombardeo. Uno de los aviones que lo integraban era un Lancaster llamado S for Sugar, llevando en sus bodegas las seis toneladas de bombas que tenía que arrojar sobre la capital del Reich. En total, 300 bombarderos pesados se dirigían a Berlín a una altitud de 6.000 metros y a una velocidad cercana a los 400 kilómetros por hora.

El despegue y el trayecto sobre el mar discurrieron sin novedad, pero al aproximarse a la capital germana el panorama cambió bruscamente. Un centenar de cazas de la Luftwaffe salieron al encuentro de la formación de bombarderos. Los reflectores y la artillería antiaérea completaban las defensas alemanas ante el ataque aliado.

En el interior del S for Sugar, todos los tripulantes se dispusieron a afrontar el reto de defenderse de los cazas germanos. La mayor responsabilidad recaía sobre el artillero de cola, en este caso el sargento Nicholas Alkemade, de tan sólo 21 años. Su misión era manejar cuatro ametralladoras de 7,7 mm de las ocho con las que contaba el Lancaster.

Aprisionado en una pequeña cabina de plástico transparente, no disponía de espacio ni para llevar el paracaídas puesto. Si había que escoger un lugar dentro del avión, es posible que ése fuera el menos solicitado. Además de la soledad y la incomodidad que se experimentaba en ese puesto de combate, los aviones alemanes solían iniciar el ataque a los bombarderos por la cola, por lo que el artillero de cola era el primero en recibir la bienvenida.

Berlín ya estaba debajo de ellos. Cada uno de los 300 aviones abrió sus compuertas y las bombas comenzaron a caer sobre el casco antiguo de la capital, la zona que ofrecía mejores condiciones para que las bombas incendiarias encontrasen el combustible necesario para crear una tormenta de fuego. Después de arrojar su carga mortífera y defenderse con éxito de los cazas alemanes, el S for Sugar giró para emprender el camino a casa. La misión estaba cumplida.

Pero un solitario Ju-88 que merodeaba por la zona avistó al confiado Lancaster sobre la medianoche. Sus disparos impactaron en el fuselaje y en la cabina de plástico de Alkemade, pero el joven sargento reaccionó a tiempo y dirigió sus ametralladoras contra el bimotor germano. Una ráfaga logró incendiar el motor izquierdo del Ju-88 y éste cayó en picado. ¡Lo había conseguido!

Alkemade respiró profundamente, aliviado por haberse librado de ese inesperado enemigo, pero de repente le llegó la voz del piloto: "¡Hay que saltar! ¡Vamos, fuera, fuera!"

Mirando hacia atrás, vio que el aparato estaba en llamas. El ataque del avión alemán había incendiado el Lancaster. Moviéndose con dificultad para salir de su cabina, Alkemade intentó alcanzar su paracaídas, pero éste comenzaba a ser pasto de las llamas. ¿Qué podía hacer?

Mientras veía como sus seis compañeros saltaban en paracaídas, él asumió que su final había llegado. El avión comenzaba a caer y él estaba allí, en su interior. El fuego estaba a punto de llegarle. Sentía en su rostro el calor de las llamas... Instintivamente, pensó que lo único que podía hacer era saltar. Al menos, no había duda de que su muerte sería instantánea. Más tarde, confesaría que lo que le animó a lanzarse al vació fue el convencimiento de que "más vale una muerte rápida y limpia que asarse".

Así pues, se tiró boca arriba, mirando al cielo estrellado. En ese momento no experimentó temor ante la muerte cierta que le esperaba, sino de tranquilidad. En las declaraciones que realizó posteriormente aseguró:

"Tuve una sensación parecida a la de acostarme en una nube, tumbado en un colchón muy blando. La verdad es que no tuve la impresión de estar cayendo. Recordé que sólo faltaba una semana para disfrutar de mi permiso y que ya no volvería a ver jamás a mi novia Pearl. De todos modos, pensé que si eso era la muerte, tampoco era tan malo...".

Alkemade ya no recordaba nada más. Perdió el conocimiento debido al cambio brusco de presión. Cuando volvió en sí no tenía ninguna duda; estaba ya en la otra vida.

Abrió los ojos y vio de nuevo el cielo estrellado. Confundido, lo primero que sintió fue frío. Tocó la superficie sobre la que estaba tumbado y comprobó que era nieve blanda. No se lo podía creer.

¿Había sobrevivido al salto al vacío? ¡Eso era imposible! Miró su reloj y marcaba las tres y diez de la madrugada y él estaba allí, sobre la nieve y rodeado de altos y frondosos árboles.

En cuanto recuperó totalmente el conocimiento, intentó buscar una explicación lógica a lo que le había ocurrido. Lo más probable es que cayese sobre las copas de aquellos árboles. Finalmente, la nieve, de medio metro de espesor, le ayudó a amortiguar su caída.

Aún así, el aviador creyó que seguramente tendría algún miembro roto. Comprobó la movilidad de brazos y piernas y tan sólo advirtió una fuerte torcedura en su rodilla derecha que le impedía ponerse de pie. Su cuerpo presentaba ligeras quemaduras por el incendio del Lancaster, además de algunas rozaduras por el fuerte impacto con las ramas de los árboles, pero nada grave.

Había logrado salvar la vida, pero ahora debía plantearse lo que debía hacer. La noche era bastante fría y su traje de aviador no le protegía lo suficiente para permanecer mucho tiempo allí, sobre la nieve. Pensó que la mejor opción era ser capturado como prisionero de guerra, así que sacó su silbato y lo hizo sonar para atraer la atención de los alemanes.

Al cabo de un rato, un grupo de hombres armados aparecieron y lo encontraron allí, fumándose un cigarrillo. Por señas, Alkemade les indicó que había saltado de su avión, pero los alemanes le preguntaron por su paracaídas. Al decirles que se había lanzado sin él, creyeron que les estaba tomando el pelo y que en realidad se trataba de un espía. Al intentar levantarlo, el fuerte dolor que sentía en la rodilla, unido al frío y a las fuertes impresiones que había sufrido, le hicieron perder de nuevo el conocimiento.

Cuando se despertó, se encontraba en la cama de un hospital de Berlín. Los doctores le preguntaron cómo había ido a parar a aquel bosque. Alkemade les respondió la verdad, pero no le creyeron; o bien aquel aviador era un espía, o bien se encontraba bajo los efectos de algún shock temporal que le llevaba a decir aquella incongruencia.

Una vez recuperado, el sargento británico fue conducido al campo de prisioneros de Dalag Luft, cercano a Frankfurt. Allí fue sometido a interrogatorios para que confesase la verdad. Los alemanes estaban convencidos de que se trataba de un agente infiltrado en la retaguardia y el castigo para los espías era la muerte. Pese a las amenazas, Alkemade seguía defendiendo que había sobrevivido a un salto desde 6.000 metros, lo que acabó por desesperar a sus interrogadores.

El británico comenzó a ser consciente de que su vida corría peligro. Sus captores ya estaban cansados de escuchar una y otra vez su increíble versión y no tardarían en mandarlo ante un pelotón de ejecución. Pero la fortuna se alió de nuevo con él; le llegaron noticias de que habían sido hallado el fuselaje del Lancaster.

Si los alemanes querían comprobar si su historia era verdad, tan sólo tenían que ir hasta allí y buscar los restos del paracaídas al lado de la cabina de cola. De todos modos, existía la duda de que el paracaídas se hubiera quemado por completo, pero había que correr ese riesgo. Era la única posibilidad de demostrar que lo que decía era cierto y que, por lo tanto, no era un espía.

Pese a la insistencia de Alkemade, los alemanes se negaron a prestar la más mínima credibilidad a su historia y a acudir a revisar el bombardero. Afortunadamente para él, un teniente llamado Hans Feidel decidió desplazarse a los alrededores de Berlín para inspeccionar el Lancaster. Para su sorpresa, junto a la posición del artillero de cola, ¡estaban los restos de un paracaídas!

Feidel regresó rápidamente a Dalag Luft y allí compararon los correajes del paracaídas con los del traje de vuelo de Alkemade. Ambos coincidían, así que el británico había dicho la verdad. Los técnicos de la Luftwaffe, incrédulos, llevaron a cabo todo tipo de comprobaciones y todas llevaban a un mismo punto; la hazaña del aviador era cierta. A partir de ese momento, los mismos alemanes que habían tratado al sargento como un espía pasaron a considerarle como un héroe.

Sus compañeros de cautiverio, que tampoco le habían otorgado demasiada verosimilitud a la historia, lo convirtieron desde entonces en un mito viviente. Convencidos de que Alkemade, cuando regresase a Gran Bretaña, tendría que enfrentarse a la incredulidad de sus compatriotas, decidieron escribir en las tapas interiores de una Biblia un certificado de que su historia era totalmente cierta:

"Dalag Luft, 25 de abril de 1944".

"Las autoridades alemanas han investigado y comprobado que las declaraciones del argento Alkemade, 1.431.537 de la RAF, son ciertas en todos sus aspectos. Realizó un descenso de 6.000 metros sin paracaídas, al haber ardido en el interior del avión, y llegó a tierra sin sufrir heridas de importancia. Cayó en la nieve despues de amortiguar su caída gracias a unos abetos".

Esta declaración estaba firmada por el teniente H. J. Moore, el sargento R. R. Lamb y el sargento T. A. Jones, que daban fe de su extraordinaria hazaña.

Alkemade regresó a su país en mayo de 1945, concediendo una multitudinaria rueda de prensa en Londres para explicar los pormenores de su insólita experiencia.

Pese a ser un héroe, después de la guerra tuvo que trabajar en una fábrica de productos químicos. Aunque parecía que su regreso a la vida le iba a garantizar una vida más tranquila, la proximidad de la muerte volvió a cruzarse en su camino, pero de nuevo la suerte acudió en su ayuda.

En una ocasión, una viga de acero de más de cien kilos de peso cayó sobre él. Rescataron su cuerpo de debajo de la viga, creyendo que estaba muerto, pero se quedaron perplejos al comprobar que, aunque estaba inconsciente, tan sólo presentaba una pequeña herida en la cabeza de la que se restableció al poco tiempo.

En los años siguientes sufrió otros dos accidentes de trabajo que estuvieron a punto de acabar con su vida. Una vez sufrió quemaduras con ácido sulfúrico, de las que también pudo restablecerse, pero más tarde pasó por otra prueba; recibió una descarga eléctrica que le hizo caer en un depósito de cloro. Allí respiró sus gases durante casi un cuarto de hora, pero fue rescatado a tiempo.

Ninguno de estos tres accidentes pudo segarle la vida. Sin duda, no era nada fácil acabar con alguien capaz de sobrevivir a un salto desde seis kilómetros de altura...

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